miércoles, 4 de abril de 2012

¡Falta libertad!



Avellaneda era
un mundo entre vagones,
puentes y un nuevo shopping
que había demolido nuestro árbol.
Nunca me gustó vivir allá.
Yo quería ir a un colegio pupilo,
pero mi mamá no quiso,
ella misma necesitaba oprimirme,
desmenuzar  mi conciencia
con su moral antigua, religiosa, machista, dictatorial de los colorados del Paraguay.

Los libros, al menos, eran
mis refugios preferidos,
podía inventar presentes en otros cuerpos,
futuros en mágicas dimensiones, aunque
estaba consciente que la burbuja algún día
estallaría con la primera bocina.

Las vacaciones de mis 14 fueron
entre cuatro paredes
y una ventana cerrada.
Tal vez en esa confusión
de adolescente alejada de la esquina
me apasioné por escribir
como los poetas suicidas.

Mi cosmos parecía deslizarse a través
de las discusiones que brotaban
en  el almuerzo, pero
ni en los huecos del pasillo
se hablaba de sexo,
aunque en el departamento de mis primas
se veían profilácticos,
se escuchaban algunos gemidos,
hasta que una noche mi madre
hizo una visita sorpresa,
la víspera del placer se fundió 
entre sus cachetadas.

A los 15 me deshice del vestido
de princesa absurda,
lo enterré en el patio trasero,
a la mañana siguiente los perros
se disputaron las lentejuelas
con gusto a caramelo,
mi abuela creyó que aquella guerra
no era más que un sueño,
todos callaron dicho desenlace,
la fiesta  había terminado antes de empezar.

Durante esos largos años,
adolescentes  pero con muchas manzanas podridas,
lo que más recuerdo es que
la niebla de la madrugada
ocultó  los instintos debajo
de las mentiras suaves,
el tiempo era mío, aún así
los más grandes querían capturarlo,
“¡Falta libertad!”, yo gritaba,
 nunca hubo respuestas del otro lado,
sólo un eco infernal.

Deborah Valado // Marzo 2012

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